Es evidente que Maupassant, a pesar de sus incontestable talento y su brutal influencia literaria a lo largo de dos siglos, estaba como una puta regadera. Pero lo cierto es que su idea de visitar las catacumbas de los Capuchinos no cayó en saco roto, alcanzando el nivel de punto de interés turístico inevadible. Y es que sólo hay que contemplar imágenes de aquél sótano en el que los cadáveres de los ricos que podían permitírselo yacen embalsamados por los monjes desde el siglo XVII (los dejaban secar en una cueva durante ocho meses y luego, tras sumergirlos en vinagre, los dejaban al sol para que su piel se curtiera) y darse cuenta de lo macabro que debe de ser recorrer aquel escenario. El número de cuerpos asciende hasta casi 8.000 y, a pesar de que las tropas norteamericanas saquearon los ojos de cristal de muchas de ella durante la Segunda Guerra Mundial, quedan algunos ejemplares que dan escalofríos, como el de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de Il Gattopardo o el de la niña de dos años que fue momificada en los años 20 y aún hoy se conserva prácticamente intacta. Los pelillos de punta, oigan.

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