viernes, 31 de octubre de 2008

Ladillas, una marranada


Las ‘vedettes’ y cupletistas más casquivanas de antaño solían buscarse una pulga para enseñar un poquito de aquí y un poquito de allá y poner verraco a su ensimismado público. Lo más lógico, teniendo en cuenta el marco en que se desarrollaba dicha cacería y lo relajados que eran los hábitos higiénicos en esa época, es que se hubiera buscado una ladilla. Pero no. La ladilla siempre ha gozado de muy mala prensa, pese a algunos intentos de humanizarla, aunque sea en forma de cómic, como es el caso de la simpática Marimar la ladilla.
Sí, las ladillas siguen aquí entre nosotros y aunque a muchos les suene a posguerra, prostitución serie Z o tugurio portuario, el también llamado piojo del pubis sigue campando a sus anchas. La culpa de todo lo tienen los picores genitales del otro día. Es hablar de ciertas cosas e inmediatamente sientes unas ganas terribles de rascarte, aunque no seas especialmente hipocondríaco o influenciable. Y, ya puestos, nada como una buena infestación de ladillas para saber lo que es el picor y la incomodidad perpetua. Su presencia en este post está justificada por su vía de transmisión, exclusivamente sexual.
Hay leyendas urbanas, o mentiras de infiel pillado en un renuncio, que hablan de tapas de inodoro como posible foco de la infestación. Lo cierto es que las ladillas no pueden resistir mucho tiempo alejadas del calor humano y sus patas no están diseñadas para caminar o desplazarse sobre superficies lisas. O sea, que si os vienen con este cuento, llamad a vuestro abogado.

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